Nunca me canso de hacer el ridículo. Aquí va un ejemplo más de mi capacidad innata para que la gente se ría de mí...

Hace un año mi hermano abrió un bar y unas semanas antes reunió a unos cuantos amigos en su casa para celebrar un concurso de tapas. Ese día me levanté con la seguridad de que iba a triunfar. Nadie se resiste a una buena ensalada de pasta. Los problemillas surgieron 5 minutos más tarde cuando me di cuenta que sólo tenía macarrones de los de toda la vida y poca cosa más.

Encontré unos tomates que corté en cuadraditos y para hacer salsa rosa resultó que no tenía ni tomate ni mayonesa así me presenté en casa de mi hermano muy puntual con una cazuela de dos kilos de macarrones con ketchup y trocitos de tomate. Fuimos los primeros en llegar y coloqué los macarrones en unas bandejitas pequeñas preocupada porque seguro que no había suficientes para todo el mundo. El resto de los invitados fueron llegando y desde el sofá en el que estábamos sentados vimos desfilar unas tapas que ni el rincón del gourmet del Corte Inglés.

La cara de mi novio era un poema. Cuando mi cuñada sacó unos dátiles rellenos de foie y espolvoreados con cacahuetes, mi novio me susurró: “Cariño, ¿no será mejor que lleve la cazuela al coche donde nadie pueda verla?”. “¿Te estas avergonzando de mí? Además no tienen por qué saber que son nuestros”. Le dije y seguí comiendo. Todos los platos se fueron vaciando poco a poco y mis macarrones seguían allí, intactos y cada vez más secos. Llegó el momento de las votaciones. Todo muy profesional. Y escuché al listo de mi hermano pequeño: “Yo creo que podíamos votar primero cual es el que no le ha gustado a nadie. Seguro que en eso hay unanimidad” Y mirándome directamente me dijo con sorna: “No te enfades que sabemos que esta cutrez sólo puede ser tuya”.

Estuve una semana comiendo macarrones. Puede que no triunfaran pero la comida no se tira. Me cagüen tanto Arguiñano y tanta delicatessen.