“Aunque todavía faltaban cuatro largos meses para que llegara otro caluroso agosto, Julia no podía pensar en otra cosa que no fuera el viaje que entonces la llevaría  a Italia. Siempre había querido ir allí pero hasta ahora nunca había encontrado ni el momento ni el compañero de viaje idóneo. Así que, ahora que tenía un trabajo estable, y que, a los 30 años, por fin  se había dado cuenta que la mejor compañera que podía encontrar,  era ella  misma, decidió emprender el que  consideraba el viaje de su vida.
Julia era traductora. Llevaba tres años trabajando en una prestigiosa editorial  y disfrutaba con  lo que hacía. Excepto los dos o tres inevitablemente pesados que sufren todas las empresas, el resto de  la plantilla era aparentemente agradable. Pero algo la diferencia de sus compañeros. Era la única mujer soltera. Eso la hacía sentirse más independiente y libre que los demás. Sin embargo, esa autonomía de la que ella se enorgullecía, era también motivo de dimes y diretes  por parte del resto. Julia estaba al tanto de esas habladurías pero hacía caso omiso de tanto cotilleo  porque, al fin y al cabo, su vida y lo que hiciera con ella, sólo le incumbía a ella…
Lo primero que tenía que hacer era reservar un billete de ida y vuelta y un hotel en Roma. Y después despedirse de sus amigos, en especial de Salvador. Hacía sólo tres meses que él se había mudado al piso de arriba. . Hasta entonces había defendido a ultranza que lo mejor que puedes hacer con los vecinos es no llegar a conocerlos. Pero la forma en la que se cruzaron la primera vez,  hizo que una de sus innumerables  reglas de oro llegara a tambalearse. Aquel día subía las escaleras pensando en los libros nuevos que habían llegado a la editorial cuando empezó a oír ruido en el ático, y de repente empezaron a caer rodando  todo tipo de objetos: libros, vinilos, figuritas de Lladró e incluso el tablero de una mesa de dibujo. Corriendo desenfrenado detrás de aquella avalancha llegaba Salvador. Le dedicó una sonrisa de “disculpa, se me ha caído sin querer”, y siguió escaleras abajo trotando como un caballo desbocado.
Julia todavía se reía cuando él entró de nuevo en el portal con lo que ya no se parecía en nada a los restos de su mesa. Le ayudó a recoger lo que todavía estaba desperdigado por los viejos y destartalados peldaños de madera y al llegar a su puerta se presentaron.
Salvador resultó ser un hombre amable, creativo, lo que algunos definirían como buena persona en general  pero para ella   era fundamentalmente  un hombre atractivo, con una sonrisa deslumbrante y unos ojos que la dejaban sin palabras. Lo demás no le importaba mucho…tampoco tenía pensado entablar una gran amistad con él.
Ya no podía volverse atrás. La decisión estaba tomada. Quizás había influido en ella el interminable y lluvioso invierno. Contemplar día tras día cómo la lluvia caía sin cesar al otro lado del cristal había sido más de lo que ella podía resistir. Esperaba que una gota de agua chocara contra su ventana y  precipitara dentro de su habitación ese acontecimiento crucial- desconocía en qué podía consistir-que llevaba esperando desde que fue consciente que ya tenía 30 años. Pero la espera había sido en vano y ella misma había tomado la decisión de ir a su encuentro.
Las tierras italianas siempre habían ejercido sobre ella una poderosa atención. Todo lo que había de leyenda y mito en torno a su gestación como pueblo, historias llenas de pasiones encontradas, héroes y heroínas de fuertes personalidades que habían forjado una historia siempre llena sobresaltos, despertaban su lado salvaje y apasionado, que normalmente mantenía oculto bajo su coraza de hielo. Nada ni nadie le podía impedir  convertirse, gracias a su imaginación,   en una nueva Lucrecia Borgia, o seducir a Casanova.
Salvador, sí, se presentaba como un hombre atractivo e interesante, pero no era el único que había conocido en su intensa vida. Llegaban, apenas permanecían unos meses en su vida y se iban sin hacer ruido.
Lo único que Julia realmente lamentaba era tener que alejarse por un tiempo de sus amigas, pero los altavoces del aeropuerto ya llamaban. “Pasajeros con destino a Roma, vuelo BA 609 por favor embarquen por la puerta número…”
Ligera de equipaje,  se dirigió a la puerta de embarque. Muchos sueños iban esta vez dentro de sus maletas; tal vez por eso su ropa ocupaba menos que de costumbre. Por una vez,  ni siquiera había necesitado sentarse encima para cerrarla.
Antes de entrar se giró aunque  ya sabía que no iba a encontrar a nadie allí. No le gustaban las despedidas. A Salvador simplemente le había dejado un escueto mensaje en el contestador. Mensaje  que él escucharía cuando volviera de su viaje a Holanda. “Que no se hubiera ido”. Pensó.