Y por fin,  un día  me llamaron. Un año esperando que alguien diera señales positivas de vida et voilá. Alguien al otro lado de la línea dijo: “Nos ha gustado mucho el manuscrito que nos enviaste  y estamos interesados en publicarlo”.
Durante unos largos y silenciosos minutos permanecí en estado de shock. Tan paralizada quedé,  que 20 días más tarde aún no he respondido. Como si del mismo Stieg Larsson se tratara y las editoriales se estuvieran  matando por mis palabras. (A estas alturas seguro que es lo que deben de estar pensando).
Una vez terminado el libro, me llevó un año enviarlo. Necesité un pequeño empujoncito (mi hermana me llevó a rastras a correos).
Las decisiones importantes no las debería tomar uno mismo porque así, el fracaso, si lo hubiera, recaería sobre otro.
Antes, el dilema era, ¿Y si no me llaman de ninguna editorial? Consecuencia: Un año para decidirme a enviarlo. Ahora el drama es: “¿Y si no lo compra nadie?” Consecuencia: ¿Tardaré otro año? No cuento con ello porque alguno todavía me ahostia viva y a ver cómo voy sin dientes a la presentación. Esa es otra, ¿Qué hago yo cuando la gente me pregunte? ¿Y si van sólo cuatro gatos? Pero, ¿No habrá nadie que quiera suplantarme? Durante unas horas no me importaría convertirme en Cyrano de Bergerac y   permanecer en la sombra (lo de su prominente nariz se puede obviar).
Las condiciones todavía no he decidido  si son buenas. Tengo que vender 100 ejemplares en la presentación. Y ahora es cuando me pregunto: ¿Por qué no fuiste más sociable? ¿Por qué no hablabas con la gente como hacían tus hermanos? Ahora entiendo eso de: “Nunca sabes a quien vas a necesitar”.
Seguro que la mayoría os preguntáis por qué no respondo. Yo también…