Ay...el fútbol. Ese deporte con tantos enigmas sin resolver para mí.

Yo no me imagino ir caminando  por la calle y que los hombres se lancen al suelo a cada momento tapándose la cara o agarrándose las rodillas como si alguien se las hubiera partido por la mitad. Cualquiera pensaría: Pero… a éste ¿qué coño le pasa? ¿Por qué se revuelca por el suelo si sólo le he dado un simple codazo sin querer? Es más,  les parecería hasta de mariquitas y criticarían a cualquier debilucho que lo hiciera. Pero, entonces…llega Messi, casi 100000 personas en el Camp Nou con los ojos puestos en él,  y  se lanza al suelo tapándose la cara cuando todo el mundo ha visto que Carvalho no  le ha tocado ni con el codo. Más de un minuto boca abajo con las manos en al cara como mi hija Valentina cuando tiene una pataleta. ¿Qué pasará por su cabeza en esos 60 segundos? “¿Me froto la cara contra el césped a ver si sale sangre?, ¿Me meto el dedo en la nariz y me hago sangre?, “Uy…si da igual lo que haga, ya me han sacado la amarilla. ¡Madre!, ¡Qué ridículo más espantoso! Pues me voy a tener que levantar. Anda…si ya han reanudado el juego. Pero… ¿Por qué me ignoran si soy Dios?”

Después llega Sergio Ramos, coge otra rabieta más grande aún que cuando a mi hija le quitaron los cromos repes de Hello Kitty  y se lía a tortas con todo el mundo. Sólo faltó que le tirara de los pelos al árbitro. Patada en la espinilla, manotazo, y tortazo. Hasta las mujeres en la lucha en el barro me parecen más masculinas.

90 minutos en los que unos jugaban al fútbol y otros al escondite con tan poca suerte que no llegaron a encontrar la pelota en ningún momento.  Al final, los primeros se aburrieron y empezaron a jugar a los cinco lobitos como niños de 6 meses  y los últimos a “¿jugamos a empujarnos?” como niños de 5 años. Si  pienso en las sumas astronómicas que perciben por jugar como niños pequeños…Ahora entiendo por qué mi novio siempre me dice: “Déjalo Rosa, nunca tuviste infancia”.