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Yo no sé cómo sería vuestra madre cuando erais adolescentes pero la mía era de las que llevaba más control sobre el día que me tenía que bajar la regla que sobre el suyo propio. Tanto se preocupa una por la fertilidad ajena que así pasa luego lo que pasa. A mi señora madre le metieron 5 goles como 5 soles y yo no me quedé embarazada hasta que cumplí los 30. Si hubiera apuntado la suya alguna vez, no habría dormido sin bragas los días equivocados.
Si tu madre es una agonías y tú no eres precisamente un reloj suizo, imagínate la pregunta del millón todos los meses:
“Hija, ¿Tengo algo de lo que preocuparme?”
“Y yo que sé, mamá, si tú te preocupas hasta de las alergias del vecino”.
“Rosa, mira que me tienes de los nervios desde hace dos días”
De cabeza al ginecólogo. La primera vez que fui tenía 18 años. Imaginaros cual sería la cara de mi madre al entrar en la consulta que el hombre dijo directamente:
“Pero, ¡¡¡¿Qué has hecho?!!!” y acto seguido se desternilló de la risa.
“Y usted, ¿Qué cree, gracioso?”
Lo cierto es que no había hecho nada…bueno nada que lamentar pero tal era el stress de mi madre que yo creo que se lo había trasmitido a mis óvulos que se habían quedado atrofiados del acojone.
“Déle usted algo a la niña. Ahora que ha empezado no le va a decir usted que pare, que encima ésta es de las que por un oído le entra y por otro le sale. Pero déle algo que yo no quiero ningún recaó en casa. (¡Qué rápido se había olvidado ella de su último recaó, que a esas alturas sólo tenía 3 añitos! Pero bueno…Rosa, mejor cállate que este no es el momento).
Yo creo que ese día fue la última vez que me puse roja como un tomate. Salí de allí por patas y sin mirar atrás. Cuando llegue a la calle, vi a mi novio de entonces esperándome en el coche.
“Ala, ya puedes ir a decir al tonto ese que no estás embarazada y que a partir de ahora todo el monte es orégano. Si se entera tu padre…”