Según una vieja tradición rumana, la noche de fin de año hay que hacer las maletas  y salir una vez comidas las uvas, a dar una vuelta a la manzana.  ¿Para qué sirve? En teoría, para que todos los viajes del nuevo año sean afortunados y con la esperanza de viajar a lugares insospechados. Por supuesto mi hermana no podía conformarse con eso. Y menos cuando su  maleta mide los reglamentarios  55*40*20 del low cost. La tía monta a mis padres en el coche, a mi hija pequeña, se sube ella y me dice: “Ahora pásame la maleta que la llevamos nosotras encima.” No hablamos de cualquier maleta si no de un maletón  de los años 30 en piel de vaca, de un metro por 60,  que sin equipaje  ya pesa 8 kilos. Llegamos a la orilla del río y aunque pudiera parecer que llevábamos un cadáver dentro y nos íbamos a deshacer del cuerpo, la mujer coloca la maleta delante de un arbusto gigante rojo y  hace unas fotos a mis padres que cualquiera que las vea pensaría que llevan  4 días juntos y no más de 40 años. Hasta en un columpio los sentó mientras se daban besitos…en realidad,  mi padre se los daba a mi madre mientras ella  no paraba de repetir: “¡Ay, Manolo! ¡Qué forma de hacer el ridículo!”  Menos mal que mi hermana no llegó a convencer  a mi padre para que se dejara maquillar y  depilar las cejas como si fuera mi adorado Gabilondo.
Un par de horas ha tardado en colgarlas en Internet y si por una casualidad remota mi madre llegara a enterarse, tardaría la mitad en colgarla a ella y no en Internet precisamente…había una de árboles en el parque…Todavía le va a dar uso a la maleta que hasta ahora sólo estaba  de adorno en su habitación.