Mi novio asegura que puedo hacer más de 100 preguntas por minuto. No sé qué es peor si mi indiscreción preguntándolo todo frontalmente a la velocidad de Silvia Jato en Pasapalabra o su capacidad para responderme a algunas cosas como si realmente me importaran. ¿No habrá oído hablar nunca de las preguntas retóricas?

Ejemplo. Mismo diálogo todos los días a las 14:00 PM. Hora de comida en el trabajo. Misma conversación  hasta el día que lea esto y se cague en tó, claro.

Yo: ¿Qué tal el trabajo?
El: Bien. Liado, como siempre.
Yo: ¿Acabaste tal o cual armario? Quien dice armario dice cocina, baño, mueble, vestidor…cualquier artículo relacionado con el maravilloso y fascinante  mundo de la madera.

Ahora es cuando  viene la sempiterna respuesta. La misma todos los días. El la pronuncia por un lado del auricular y yo por el otro a modo de ventrílocuo.

El y yo: “Pues no. Me queda tirar las canales, poner los casquillos a las correderas, colocar las traseras, blablabla…blablabla… ¿Me estás escuchando, Rosa? Seguro que ya estás con Pin y Pon (es así como denomina a mis amigas del trabajo) y no me estás haciendo ni puto caso, que cuando estás con ellas te pones muy tonta, Rosa.”
Yo: “Que sí, cariño, que te estoy escuchando pero  hijo, no entiendo esa fijación tuya en describirme todos los días el mismo proceso de fabricación si sabes que no entiendo nada.”
El: “Pues a ver si aprendes, hija, que eres muy bruta”.

4 años más tarde sigo sin saber lo que significa refrentar, engletar, tirar canales… pero el tío, duro y dale. Eso sí, cuando le pregunto si han cobrado tal o cual cosa (lo único realmente interesante de su trabajo) ni puta idea.

Yo  no sabré nada del  enigmático mundo de la ebanistería, pero mi amiga Pin no está mucho mejor. Casi me caigo de la silla de la risa el día que colgué el teléfono  y me preguntó: “¿Quién era, Dani desde el aserradero?”