Que hoy en día,  alguien te invite  a su boda,  con la excepción de los seres más, más, más queridos, viene a ser lo más parecido a una puñalada por la espalda. Un día recibes la llamada: “Tenemos algo que contaros. ¿Cuándo quedamos?”. Y tú cruzas los dedos. “Por favor, por favor,  que estén embarazados.  Por favor, que sea eso  aunque sean gemelos y tenga que comprar dos regalos.” Un día más tarde tienes a la pareja en casa: “¡¡Vamos a casarnos!!”. Reaccionas como puedes (ya habías ensayado la cara en el espejo antes de que llegaran), intentas no llorar pero al final lo haces.  Lo achacas a la emoción y mientras lloras,  tus ojos se mueven más deprisa que los del tío Gilito contando dólares. “Cagüen mi mala suerte. Otro año la paella al lado de la playa a tomar por culo.” Y te empieza a entrar de repente  la peor de las  desganas,  pensando en ese familiar odioso  que se empeñará  en hacerte bailar Paquito el Chocolatero. ¿Ese baile no debería estar prohibido por algún organismo oficial? Abres la invitación con miedo. No lleva ántrax pero como si lo hiciera… ¿Por qué pone invitación si lo pagas todo por adelantado? En realidad debería poner “Pasen por caja antes de entrar” y por si no lo has pillado todavía, ves el número de cuenta impreso abajo y empiezas a calcular el valor de la entrada al evento. Ni un concierto privado de Bárbara Streisand.
Alguno pensará que soy muy fría pero, ¿Habéis ido alguna vez a un bautizo o a una comunión de 200 invitados? Noooo. Y, ¿Os habéis creído alguna vez eso de “las comuniones o los bautizos tienen que ser algo íntimo.”? Noooo. En una boda la frase un mes más tarde es: “Nos salió genial”  y no están hablando del evento si no de la rentabilidad. En una comunión, los padres se están acordando del evento durante bastante más tiempo y no precisamente por los ahorrillos que les ha generado.
Empezaré a creer un poco más en el amor en las bodas el día que  me inviten a una, realmente   por el placer de celebrarlo con los amigos y la familia. Seguro que no seremos 300.